
Fecha de publicación: 14 de marzo de 2025
Escrito por: Sherillin De Armas
Desde que tiene memoria, Camila supo que el Carnaval de Barranquilla era mucho más que una fiesta: era el latido mismo de su infancia, el eco constante de los equipos de sonido con las canciones memorables en épocas de carnaval, el resplandor de los colores y la cadencia infinita de los tambores que se colaban por las calles. Para ella, el Carnaval no era solo una celebración, era un lenguaje secreto entre el alma de la ciudad y los corazones de quienes la habitaban. Y ahora, al borde de sus treinta años, Camila entendía que el Carnaval había sido siempre su mundo maravilloso, una constante que se entretejía con la historia de su vida.
El amanecer del sábado de Carnaval traía consigo una brisa salada que se mezclaba con el bullicio de la gente por las calles y el retumbar de los tambores. El cielo, despejado y celeste, se reflejaba en las fachadas de las casas pintorescas, con aquellos murales que se convierten en una galería de arte al aire libre, mientras las primeras notas de cumbia se filtraban por las ventanas abiertas. Desde su terraza, Camila observaba las calles desperezarse al ritmo de la música, y en su pecho despertaba ese viejo cosquilleo de niña, esa vibración en el centro del pecho que solo el Carnaval podía provocar.
Recordaba las tardes de infancia, cuando su madre le tejía trenzas y le ajustaba la corona de flores sobre la frente. “El Carnaval es para sentirlo en la piel, Cami“, le decía su madre mientras le anudaba una cinta roja en la muñeca. Y Camila, pequeña y fascinada, se dejaba envolver por los destellos dorados de los disfraces, las risas desbordadas y el aroma de la espuma y comida que flotaban en el aire caliente. La ciudad se transformaba en un escenario de mil colores, donde las marimondas, con sus narices alargadas y sus pasos torpes, bailaban entre los monocucos y los negritos, figuras míticas que emergían de las entrañas de la historia barranquillera.
Ahora, de adulta, el Carnaval se le revelaba como un espejo del tiempo. Caminaba por la Vía 40 mientras las comparsas desfilaban con una gracia que parecía casi sobrenatural. Los disfraces relucían bajo el sol inclemente: las plumas de las negritas volaban con el viento, las lentejuelas de las danzarinas reflejaban la luz en destellos fugaces, y los negritos con sus labios rojos carmesí reían con una mueca eterna y burlona. Camila sentía que cada traje contaba una historia, que cada costura era una oración, un compromiso de tradición que habitaba en las raíces del Carnaval.
Pero entre la multitud, una figura la hizo detenerse. Era Sofía. La reconoció enseguida, aunque la veía distinta, transformada. Su hermana menor avanzaba en el corazón de una comparsa de cumbia, con una pollera amplia que ondeaba al compás de cada giro. El sol arrancaba destellos de las lentejuelas rojas y doradas que adornaban el corpiño de Sofía, mientras sus brazos se alzaban con una elegancia innata, marcando el ritmo compasivo y feroz de la cumbia.
Los tambores retumbaban en el aire y las flautas de millo lanzaban notas agudas que parecían penetrar directamente en el alma. Sofía cerraba los ojos por instantes y dejaba que la música la poseyera. Su cuerpo se erizaba con aquel compas, a prolongación del latido del Carnaval. Giraba con la precisión de una llama danzante, el filo de su falda acariciando el aire. Sus pies golpeaban la calle caliente, marcando el ritmo con una cadencia que parecía nacer del suelo mismo.
Camila la observaba, sobrecogida. Su hermana ya no era la niña que jugaba a esconderse detrás de las máscaras de marimonda. Ahora era una mujer que había encontrado su voz en el ritmo de la cumbia, que entendía el idioma de la música y lo traducía con cada giro, cada alzada de brazos, cada golpe de pies sobre el asfalto. La danza de Sofía era una oración silenciosa al espíritu del Carnaval, una promesa de que la tradición seguiría viva mientras hubiera alguien dispuesto a danzarla.
-Recuerdo la primera vez que la vi bailar en el Carnaval. Tenía solo diez años, con una pollera prestada que le quedaba un poco grande y un corpiño que mamá había ajustado la noche anterior. Su cabello estaba recogido con una peineta de flores y tenía los ojos encendidos, brillando con esa mezcla de nervios y emoción que solo el Carnaval provoca. La comparsa comenzó a avanzar y, de pronto, Sofía se transformó. Sus pies se movían con precisión, sus brazos dibujaban figuras en el aire, y su rostro… su rostro era puro gozo. No había miedo ni duda, solo la certeza de que pertenecía a ese ritmo, a esa tradición
Cuando terminó el desfile, corrí hacia ella y la abracé. Sofía estaba agitada, pero sonreía. “¿Viste, Cami? ¡Lo logré!” Yo solo pude asentir. Porque no solo lo había logrado. Había nacido para eso.
Con los años, Sofía se convirtió en una fiel Danzante en comparsas de cumbia. La veía moverse con esa gracia casi natural, con esa fuerza que parecía surgir de la misma tierra. Pero para mí, Sofía siempre sería mi hermana pequeña, la que ensayaba frente al espejo con el ceño fruncido, la que lloraba cuando una coreografía no le salía, la que sonreía cuando finalmente dominaba un paso complicado.
-Este año, cuando la vi avanzar en la Batalla de Flores, sentí un nudo en la garganta. Su pollera roja y dorada brillaba bajo el sol, y sus brazos se alzaban con esa elegancia que solo Sofía tiene. Me miró de reojo mientras giraba y me lanzó una sonrisa. En ese momento entendí que ella también estaba recordando. Recordando las noches de práctica en la sala de nuestra casa, las canciones que mamá tarareaba mientras nos trenzaba el cabello, las historias de abuela sobre los primeros carnavales. Sofía no solo bailaba para la multitud. Bailaba para nosotras
El desfile de la Batalla de Flores avanzaba al ritmo de las tamboras y las flautas de millo, mientras las reinas y reyes del Carnaval lanzaban claveles y serpentinas al aire decorando el asfalto caliente, la invadía un regocijo en su interior. Era ese sentimiento profundo solo los barranquilleros entendían: la certeza de pertenecer a una tierra que canta, baila y celebra su propia existencia con la fuerza de un río desbordado.
Cuando el sol comenzó a esconderse tras los techos rojizos de la ciudad, Camila caminó por las calles del barrio abajo, sobre el andén de la iglesia del sagrado corazón. La brisa despeinaba sus cabellos mientras la música seguía flotando en el aire. A lo lejos, las luces de las carrozas iluminaban la noche naciente y las marimondas y polleras de mil colores seguían danzando bajo las estrellas, eternas y fieles al espíritu de la ciudad. Camila cerró los ojos y se permitió flotar en el eco lejano de la cumbia.
El Carnaval no era solo una fiesta. Era la memoria de su madre peinando sus trenzas, la risa de su padre bailando con los vecinos, el grito del tamborero marcando el compás de la vida. Era la certeza de que, año tras año, la ciudad renacía entre colores y música, reafirmando su identidad, su historia y su alegría. Camila abrió los ojos y sonrió. El Carnaval era su mundo maravilloso, y mientras ella respirara al ritmo de la cumbia, su corazón siempre latiría al compás de Barranquilla.