Fecha de publicación: 14 de marzo de 2025

Una cuyana enmaicenada

Por M. Rosario Cuadros Tornello

La Arenosa me recibió en su mejor momento, o al menos eso me decía cada persona con la que entablaba una mínima conversación sobre mi estadía acá. Me avergüenza ahora confesarlo, pero hasta unos meses antes de llegar sabía poco, por no decir nada, sobre la inmensa experiencia que se vive en Barranquilla. Calor, Shakira y carnaval: el trío de conceptos que me acompañaban desde mi hogar en esta travesía costeña estarían más presentes de lo que yo pensaba.

Como toda parte identitaria de una cultura, la fuerza de esta fiesta se encuentra impregnada en la totalidad de la ciudad. Apenas puse un pie en Barranquilla, supe que sería parte de algo fantástico, o eso escribiría si quisiera endulzarles el oído. La entrada a la ciudad, en hora pico, fue caótica. La noche iba tragando poco a poco la escasa luz que reposaba en el cielo y bajo ella escupía una ciudad poco atractiva al ojo turista. Por un momento me pregunté intranquila, ¿qué se me pasó por la cabeza cuando decidí venir de intercambio acá?

De día, y con un par de horas de descanso, la historia era otra. A dónde fuera, las calles, fachadas y personas me recibían con colores y figuras del inventario folclórico popular: marimondas, negritas Puloy, monocucos, palenqueras y morisqueteros. Mientras descubría este pintoresco universo, cada lugareño con el que me topaba se proponía orgullosamente la tarea de convertirme en una argentina carnavalera. Pensé que sería difícil, ya que no me considero una persona que disfrute en demasía de la fiesta. Todavía no lo sabía, pero la ciudad y la gente encontrarían exitosamente la forma de cumplir su cometido.

Morisqueteros. Foto: M. Rosario Cuadros Tornello

Durante febrero, mi mes de entrenamiento para vivir este ritual de colores, las advertencias fueron dadas repetidas veces: Rosario, no des papaya y guardá bien el celular porque te van a robar, preparate para la maicena y la espuma que van a ser tus mayores enemigos después de los ladrones, entrená tus papilas gustativas con pequeñas dosis de aguardiente para acostumbrate a su sabor y aprendé también a disfrutar del penoso despertar de tu cabeza enguayabada después de una noche de fiesta. Poco a poco fui internalizando el hablar costeño y construyendo mi pequeño glosario para sobrevivir en estas tierras agitadas.

En las semanas previas a los días de carnaval, la mezcla de colores y sonidos me embestía con toda su fuerza de maneras inesperadas. Salir a la calle era garantía de un éxtasis que estimulaba todos mis sentidos. En cualquier kiosco de barrio, la música sonaba a todo volumen. No soy una persona que disfrute del sonido excesivo. Sin embargo, y sorprendentemente, las melodías que casi explotaban mis tímpanos me agradaban. Mi cuerpo respondía a la música, aunque no sabía cómo hacer para bailar correctamente aquellos géneros para mí desconocidos. De hecho, creo que todavía no sé cómo hacerlo, pero nunca faltan las personas que, al ver mis pies perdidos en el auge de la noche, se empilchan de profesores para dar una clase magistral de salsa, champeta o cumbia. 

Cuando me hablaban de la cumbia costeña se me venían a la mente los referentes cumbieros de mi tierra: Damas Gratis, Ráfaga y Gilda. Pero no, nada de eso tenía que ver con este asunto. En la costa, la cumbia se trata de otra cosa diferente: la mixtura afro-indígena-española dio a luz a una música donde la flauta de millo se lleva todo el espectáculo. Como la historia del flautista de Hamelín, la melodía dulce de ese instrumento cautivó todos mis sentidos. Fue un amor a primera vista. Su sonido me lleva automáticamente a juntar los pies, levantar los brazos y mover las caderas, induciéndome a un viaje musical casi místico.

La Noche de Tambó, por lo tanto, fue un excelente lugar para estrenar mi nueva personalidad, despojada de toda la vergüenza que me causa mi baja capacidad para coordinar las extremidades. De un segundo a otro, me encontraba en el medio de la rueda de cumbia más grande del mundo, girando alrededor del escenario sin descanso. De un segundo a otro, también, me encontraba buceando por primera vez en una nube de maicena que me nublaba la vista y me vestía de blanco por el resto de la velada. De postre, y para que no decayera la noche, nos fuimos a Barrio Abajo a seguir moviendo las piernas al son de los clásicos carnavaleros.

Yo, enmaicenada.

En mi rol de comunicadora comprometida con la causa de contar historias, me propuse ir a todos los desfiles. Tomando la frase de Gabo, hay que vivir para contarla. Lastimosamente, fue así como fallé el primer día: me perdí la Batalla de Flores, el mejor desfile según todos, por quedarme dormida. Eso no impidió que disfrute de las siguientes noches y días, de la música y la gente, del sol y la espuma. Tal es así que cualquiera podía afirmar que a la argentina amargada la había poseído el espíritu fiestero de Joselito.

Foto: M. Rosario Cuadros Tornello

Este personaje se hizo uno conmigo y me llevó en un viaje de cuatro días de parranda. Gran Parada, evento nocturno en el Museo Romántico, teatro y baile en la Carnavalada, bazares repletos de gente; mi cuerpo, agotado de caminata, sol, espuma, maicena y pocas horas de recuperación durante las madrugadas, quería más y más de esa movida atrapante. ¿Cuál era el combustible que me ayudaba a seguir? una travesía culinaria que me dejaría la salud a la miseria: birra, salchipapas y panchos coronaron cada una de las noches de ese fin de semana.

Durante todos esos días, mi apariencia delataba que no era de acá. La ropa oscura que abunda en mi ropero resultaba un bochorno al lado de la vestimenta carnavalera. Desde que llegué en enero, observaba las vidrieras de las tiendas repletas de prendas que, hasta el momento, veía llamativas pero para nada atractivas. Todo eso cambió en la Guacherna: en la calle se completaba un bellísimo cuadro de colores del que solo estaba viendo las piezas por separado. Las camisas, remeras y pantalones pintados a mano con Marimondas, Toritos y Diablos Arlequines me maravillaban la vista y me motivaban a comprarme alguno de esos trajes para estar a tono.

Foto: M. Rosario Cuadros Tornello

No fueron pocas las veces que asumieron que era cachaca, por mis medias altas, o incluso yanqui o europea. Eso no impidió que, al final del día, y por estar rodeada de amigos colombianos, me sintiera digna de jugar a identificar a los extranjeros que llegaban masivamente a Barranquilla. “Esa es europea”, decía orgullosa sin darme cuenta de que yo estaba vestida de la misma forma. El rico y diverso idioma español, torrente sanguíneo que une a la maravillosa Latinoamérica, me separaba de aquellos a los que por momentos me asemejaba y me unía más a los colombianos que me acompañaban. Barranquilla estaba logrando que, de alguna forma, me sintiera nacida y criada a 7000km de mi amadísima tierra cuyana y sanjuanina.

Tanto estaba estableciéndose ese sentimiento en mí que, hasta el entierro de Joselito, no me di cuenta que Checho Acosta hablaba sobre la gente como yo cuando decía: “Yo soy muy barranquillero y no puedo permitir que aquí venga un forastero a echarme vainas a mí”.

El domingo y el lunes me deleité con las comparsas. Los trajes eran alucinantes y la alegría de los artistas que desfilaban luego de caminar por kilómetros al rayo del sol era contagiosa. La alegría de este lugar es contagiosa. Esta frase se había instalado en mi cabeza y no podía ignorarla. Hasta que llegué a la Puerta de Oro de Colombia, nunca lo había experimentado de manera tan intensa.

Foto: M. Rosario Cuadros Tornello

Lamentablemente, todo lo bueno termina. El martes, último día de espectáculo, me sentía un saco de huesos, pero estaba motivada por una necesidad primaria: seguir festejando. No quería perderme nada y a la vez quería irme con Joselito a descansar por un año.

Esa tarde sentí como se posaba la alegría que flotaba intangible entre la gente. La calle, de negro, acompañaba a las viudas de Joselito y comenzaba a sentir el silencio después de días de parafernalia. En este escenario, me irrumpía una inesperada y profunda tristeza: debía aceptar que el carnaval estaba terminando.

Foto: M. Rosario Cuadros Tornello

Fue entonces cuando recordé el día que llegué acá con más preguntas que respuestas. ¿Por qué había elegido Barranquilla sobre otras ciudades? La clave estaba en algo que desconocía por completo. Tal vez peco de misticismo, pero hoy puedo afirmar que el carnaval me trajo hasta aquí y lo hizo asegurándose de que estaría rodeada de costeños comprometidos a dejar todo con tal de convertir a esta cuyana en una argentina carnavalera.

M. Rosario Cuadros Tornello

Estudiante de Comunicación Social de la Universidad Nacional de San Juan, San Juan, Argentina. Actualmente realizando un intercambio académico en la Universidad de la Costa, Barranquilla, Colombia.

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